cultura de otra especie

música

03.10.2010 19:48

THE LAST DANDY

 

Morrissey en Bremen

 

 

      

 

 

a.- I WANT THE ONE I CAN’T HAVE

Primero, el recuerdo: la primera vez en mi vida que escuché a Morrissey tenía los codos apoyados sobre la mesa de cármica de la cocina, era casi mediodía, mi vieja aprontaba el almuerzo, la radio estaba sintonizada en un programa estilo aquiestasudisco y yo leía a Joseph Conrad. Era  primavera y mis gatos dormían al sol. Olor a cebolla y ajo y el viento desde la costanera y Mariamartaserralima y los mares del sur llenaban la hora muerta que precede el paso de la mañana a la tarde. En el Uruguay de aquella época despertábamos de la represión externa para sumergirnos en la represión interna. Uno era casi feliz con los murmullos cotidianos, la carencia que esperanzaba un mundo mejor, la llegada del verano. Y en eso, en un lapsus de inacostumbrada inteligencia, el presunto conductor del programa, el presunto señorbello, dio paso a un nuevo sound que llegaba desde las británicas islas, The Smiths, con su último hit,  “Well I Wonder”, del disco número uno  en los charts ingleses, Meat is murder. Yo quedé allí, Joseph Conrad a mi diestra, la primavera golpeando a mi espalda, traspuesto. Ese era el sonido. Ese era el paso espiritual que buscaba desde hacía tanto tiempo. Morrissey me cantaba a desde la radio y en ese preciso momento supe que los sueños tantas veces postergados eran realizables en la medida en que yo realmente lo quisiera. Fue uno de los pocos momentos místicos de mi vida, punto de apoyo y piedra fundamental:  yo era algo, yo era alguien.

 

Ojeando la Rolling Stone alemana me enteré que don Morrissey planeaba una gira tras dos años de ostracismo, de autoexilio en Los Angeles, su famoso anonimato. Mis intentos de ver alguna vez en vivo al máximo exponente de mis esperanzas hechas canción habían fracasado en forma estrepitosa hasta la fecha. Dos años ha se dijo y se escribió y se juró que M iba a ser el telonero de David Bowie en su gira europea. Allí fui con la compañera de mis días hasta Zürich a cumplir el pacto con mis sueños pero tuvimos que aceptar la cruda realidad: M se negaba a tocar en la helvética ciudad porque estaba en profundo desacuerdo con la política desarrollada  por Suiza en relación con el dinero lavado, el dinero negro, el dinero estrujado a base de opresión, dictadura y dolor. El portador de mis esperanzas tenía más principios que mí mismo; la desilusión tenía un gusto a aprobación, un sabor agridulce. David Bowie no tuvo nada que ver, de todas maneras.

En esta ocasión, internet mediante, me enteré que la gira europea empezaba en Deinze (Holanda? Bélgica?) el 12 de Octubre y terminaba en Aylesbury (Escocia? Inglaterra?) el 6 de Diciembre pasando por Alemania, Holanda, Dinamarca, Suecia, Portugal, Italia, Grecia, Inglaterra, Irlanda y Escocia, sin pisar (de nuevo) suelo helvético. Así que pensé, ‘joven, esta vez te esfuerzas y vas hacia él’ y allí mismo finiquité el pacto, cibermundo mediante, con la empresa encargada de la venta de entradas y compré una para la presentación del 16 de Octubre en Bremen (cerrando el círculo, ciudad a la que soy, desde el paleolítico uruguayensis, afín; recuerdo a Otto Rehhagel, DT alemán, gesticulando y corriendo no muy teutónicamente desde el banco de suplentes del Werder Bremen logrando la hazaña de subir de la divisional C a la B y de la B a la A en categoría de campeón en dos años consecutivos, situación que hizo hacerme simpatizante del cuadro del norte de Alemania).

El sábado 16 de Octubre me encontró de madrugada en la estación de trenes de mi pueblo con pequeña valija y grandes esperanzas. Tras 8 horas y 44 minutos (según el prospecto de la compañía de trenes) de paisajes planos, praderas de un verde plagado de química y adelanto, fondos de fábricas vacíos y frentes de casas de apartamentos con familias asando salchichas con aire desgraciado, cielos que se autodramatizaban a medida que nos acercábamos al norte, ciudades con gente en los parquímetros y cuervos en los techos, campos con molinos de última tecnología de tres aspas sin quijote contra quien temer, llegué a Bremen en tarde gris en tren con televisión incorporada al asiento de delante de uno y guardas femeninas con rulos bajo cofias à là sesenta.

En el centro de información al turista me dijeron como llegar a Pier2, el lugar en donde M tocaba. ‘Tomas el bus 6 hasta Domheide y después el tranvía 3 hasta dos paradas antes de Gröningen y allí está, inmenso el Pier2, rodeado de agua, en un puerto verdadero sobre el río Weser, con viento que viene directo desde Groenlandia sin obstáculos hasta nosotros, por el océano Atlántico y el mar del Norte, pasando por Bremenhaven y los pueblitos tierra adentro hasta aquí...’ ‘Parece la letra de una canción de Jethro Tull’ pensé...

Luego, como faltaban como cuatro horas para el inicio del recital, me preocupé de deambular oteando hoteles y bares y arquitecturas hasta que los pies me dolieron y terminé en donde empecé;  a 50 metros de la estación, en un gigantesco y sobrevaluado hotel perteneciente a una de las cadenas internacionales con sus estándares cubículos beige, rosa y violeta pálido, pálido, pálido.

 

b.- ON THIS GLORIOUS OCASSION, OF THE SPLENDID DEFEAT

Segundo, el recuerdo: en Viña del Mar, sentado sobre un muro mirando abajo los 73 escalones y la bahía circunvalando la ciudad, con un amor perdido y  filosofando kerouacquianamente sobre el significado de la letra de “There Is A Lighy The Never Goes Out” del disco The Queen Is Dead de The Smiths. Allí, en mis años mozos y despreocupados, con nada para perder y todo para ganar, ayunando vida y libertad y carretera sin fin y con mi Walt Whitman de cabecera como biblia personal indeleble (“Full of life now, compact, visible...”) yo era yo mismo otra vez y otra vez Morrissey era en parte responsable de mi pequeña libertad personal. Pinochet regía regente y yo desayunaba copiosos amaneceres cargados de cielos frescos y hambre y pensaba “Take me out tonight, take me everywhere...” y mi amor de turno se acercaba envuelta en carne trémula y me acariciaba la mano y juntos éramos todo silencio y poesía, 73 escalones más abajo estaba el nivel del mar y Viña del Mar, y Pinochet que regía regente; nosotros indemnes al transcurso, envuelto en dura piel sensible, en inocente y frágil presente.

 

El tranvía 3 se alejaba cada vez más de la turística civilización, los paisajes nocturnos raleaban en cada metro ganado en luminosidad, y los nombres de los restaurantes pasaban de la anglofonía a la barrial internacionalidad étnica. Solitarios faroles decididamente tangueros no alumbraban cafiolos arrebujados en negros sobretodos en tensa espera de yira alcoholizada; más bien dejaban entrever las dudosas intenciones de drogadictos secundados de perros, barritas de rapers con gorritos de los lakers y borrachitos con antebrazos tatuados. En el tranvía la población se había disminuído a una decena de personas que trataban de aparentar que no estaban nerviosos y miraban el reflejo de sus peinados en las ventanillas. Dos paradas antes de Gröningen la decena se puso de pie, miró por última vez su jopo y descendió en concordante simetría por las puertas del tranvía. Afuera noche con viento que llegaba directamente desde Groenlandia, un semáforo que repartía verdes, amarillas y rojas a nadie, y al fondo de la oscuridad, rodeado de agua y grúas  y contenedores y restos de naufragios, el Pier2 alumbrado patéticamente por un par de lamparillas de 40 watts.

Al entrar me di cuenta que el lugar era en realidad un hangar abandonado. La decoración dentro era más bien rala, cool al estilo de los noventa, chapa y cables colgando y tubos de calefacción y grúas y carriles; dos bares, uno a la derecha y otro a la izquierda y el escenario al final adornado con una gigantesca cortina rojo vino que caía barrocamente sobre los amplificadores. Una cerveza servida por encantadora ninfa alternativa y los chicos de Sack empezaron su presentación telonera: grupo irlandés al que se tendrá que tener en cuenta dentro de la categoría Promesas A Descubrir. Al finalizar cada tema en vez del acostumbrado thankyou el cantante (pelado estilo Luca Prodan) agradecía con un fuckyou. Fuck me then, y más de un par de pares de cervezas servidos por la  encantadora ninfa alternativa pasaron a través de mi garganta antes que el representante de mis sueños hiciera acto de presencia. Un intermezzo plagado de música y diálogos de films de los cincuenta y una iluminación estática de tonos azules.

Morrissey empezó el show revoleando el cable del micrófono como un torero embriagado que busca eludir a un toro imaginario. Saco y jeans y  remera y poses a lo James Dean, y ondulando la fantástica voz como un tirolés paranoico, perdido en los valles y montañas de un puerto del norte de Alemania, con fondo barroco de cortina roja y público embelesado que le perdonaba todo, el mínimo error, el máximo furcio. Los músicos, chicanos de California con peinados de los años cincuenta con tendencia a rockear fuerte –dos guitarras, bajo y batería, sin teclados- se esforzaban sin esfuerzo, tal era su soberanía, su dominio instrumental, su cancha, diría mi viejo. Y M jugaba con el público y se permitía acotaciones al margen que para una deidad en épocas difíciles sonarían a destiempo: decir thankyou en  vez de fuckyou.  El desamor era basto. Los cabeceos aprobatorios. El deambuleo al mingitorio tenuísimo. El ambiente pendía de una grúa en un hangar abandonado a la orilla del río Weser al norte de Alemania con vientos que llegaban directamente desde Groenlandia sin obstáculos. Me pregunté que cosa haría Otto Rehhagel en ese momento. Si la mesa de cármica aún existía. A M todo poco le importaba; el seguía sus devaneos de diva en desuso y versiones nuevas de canciones viejas –por ej. “Meat Is Murder” rockeada- y perlitas para ambientes íntimos y vino y fuego para un levante un sábado a la noche: la decepción asegurada. Todo el mundo brilla más brillante en la superficie. En la mañana subsiguiente el brillo adquiere características mortales y nos arrepentimos de nosotros mismos y nos da vergüenza ajena las mediocridades ajenas. Despertarse al lado de un ser que uno entrevió la noche anterior atenuado o mejorado por las tonalidades benignas de la euforia, un ser al que le huele la boca y el pelo a mortalidad como a nosotros, sin rimmel y perfume y esperanzas, el  café sin hacer y la ropa interior sin lavar, no es un signo de progreso ni de retroceso, ni es capaz digno de llamarse signo. El estancamiento de una vida a la que le van los días, a la que la asimilación del concepto de vida le  resulta difícil, a la que la desnuda explicación de su ser le ocasiona problemas no merece ni ser anotada. Me pregunté lo extraño que resultaba la psiquis. Todo relacionado a etapas importantes, a la insignificancia significante de mis acciones, a la confirmación desvalorada de mi ser, de mi paso y presencia, mi ayer, mi hoy y mi mañana.

Morrissey siguió para los plebeyos que éramos huestes. Bananas volaban insinuantes hacia el escenario. Míster  Misterio las devolvía sin gesto frenético a la masa ondulante. Todos gritaban. Un coro cuasi futbolero coreaba el apellido ilustre. A poco del final M se despojó del saco; al final se despojó de la remera y la arrojó hacia un público demasiado alejado de mi línea de pudor. Una remera celeste que parecía la camiseta de Uruguay tras un partido empatado de atrás con más culo que huevos. Yo feliz. No podía distinguir a esas alturas si mi vaso contenía aún cerveza o aire. M desapareció tras la cortina barroca para reaparecer luego de ululadas reclamaciones de bis con nueva remera celeste, sus chicano boys con la gomina inalterada. Un bis y chau: confórmate con volver en hora a tu casa, a tu hotel, a tu bar.

En el tranvía de regreso me senté enfrente a un vagabundo que se había meado borracho en el asiento. Era gordo y con barba y tenía la lengua afuera. Se babeaba y hacía un sonido de asmático al respirar. Un círculo de seguridad se había formado en torno a él. El olor era insoportable. Afuera los nombres de los restaurantes eran cada vez más anglófonos. Pensé en que extraño era todo, si yo fuera vagabundo emigraría a un lugar en donde el clima fuera  más benigno, en donde la gente fuera más intolerante y no hicieran círculos en torno a mí, en donde no me dejaran dormir, en donde no hubieran temperaturas gélidas ni vientos que llegaran desde Groenlandia sin obstáculos. Yo hubiera querido, como supuesto vagabundo, como supuesto Morrissey, un obstáculo.

 

                        

 

 

c.- THAT JOKE ISN’T FUNNY ANYMORE

Tercero, el recuerdo: 1988, camping en Lausanne, en la Suiza francesa. Mario, mi compañero de viaje en mi primera aventura europea, se desperezaba al sol y buscaba dentro de una bolsa plástica los restos de pan y queso del día anterior para preparar el desayuno. Un poco más allá Veerlea y Heidi, las dos hermanitas belgas que intentábamos levantarnos sin éxito desde hacía dos semanas, extendían los sacos de dormir sobre el pasto. En la zona de las casas rodantes los viejos paseaban los perros y se detenían cada diez metros para comentar el estado del tiempo. Atrás se veían azuladas las montañas  francesas del otro lado del lago Léman. El holandés cuya única actividad visible era pasarse 14 horas tomando Heineken sentado en una reposera ya iba, a las diez de la mañana, por su cuarta o quinta cerveza a juzgar por los envases vacíos que estaban tirados. Nosotros hacía más de mes y medio que estábamos anclados en el camping. Pequeñas ventas de artesanías a los turistas que pululaban por el lago nos permitía mantenernos a flote;  esto era pagar el camping, comprar comida en los supermercados y algunos tintillos con gusto a corcho que pasábamos a bodega escuchando el único casete que teníamos en un grabador que alguien nos había prestado: Strangeways, Here We Come de, por supuesto, The Smiths.

Aquel día decidimos encarar al holandés. Fuimos y le preguntamos si no tenía algún casete para prestarnos. Nosotros le explicamos la situación y le mostramos el Strangeways que le prestaríamos a cambio. El  comenzó a reírse como un loco y nos pasó dos cervezas que tomamos preguntándonos si el tipo no estaría totalmente borracho.

‘Yo también tengo solamente un casete conmigo’ y se inclinó y lo sacó de la casetera. Era Rank de The Smiths, Live in Paris.

‘A la salud de Morrissey’ dijo entre carcajadas –y nos pasó dos cervezas nuevas...

 

Permanecí en Bremen un día más jugando al turista. Comí pescado crudo en aceite de oliva en el mercado. Vi la marea verde de los hinchas del Werder Bremen caminando en dirección al centro por la orilla del Weser tras perder de local 3 a 1 contra el 1860 München. Bebí Guiness para combatir el frío que el Polo Norte nos enviaba adelantando el invierno. Regresé tarde al hotel y al otro día combatí la resaca con medio litro de café en la estación esperando mi tren que llegaba con un cuarto de hora de retraso; las 8 horas y 44 minutos que la compañía aseguraba en su prospecto que duraría el viaje de regreso adquirían de improviso dimensiones sudamericanas, no mesura nórdica.

Después un repetido paisaje comenzó a desenrrollarse lentamente para mí. And Sorrow Will Come In The End...

 

Wilmar Berdino

 

 

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-Folletín de diez manos. Cada uno de los autores que escriben la novela-folletín-blog (cabrera, cavallo, santullo, soriano, trujillo), escribe un capítulo de no más de 2000 palabras. Para eso tiene una semana de tiempo. Cuando termina, envía su capítulo al encargado de hacer el siguiente. Cuando se cumplen 5 vueltas y, por lo tanto, se llega al capítulo 25, la novela se termina. Cada capítulo está acompañado de la ilustración de algún artista. Interesante.

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